Por Ayelen Rodriguez
El sol de primavera me da en el ojo derecho.
Si lo miro de frente parece un láser directo a la pupila.
Se me clava, me aniquila.
Es la sentencia, estoy marcada y no puedo escapar.
El rayo de luz atraviesa mi cuerpo por un lugar tan vulnerable y tan expuesto como mi ojo derecho.
Viscoso, húmedo, blando, brillante, color miel. La mirada que habla lo que no cuento, que dice lo que no quiero decir. El ojo podría salir de mí, pero se queda quieto, como una media esfera frente al rayo de sol, perplejo.
Color miel pero transparente: deja ver lo no quiero decir.
Pestañeo por primera vez desde que me dio en el ojo. Creo que cuando muera, mis ojos se descompondrán rápido. Los gusanos podrán llegar a ellos a través de los orificios de mi nariz, accesibles y dispuestos.
El sol penetra. Invade, atraviesa, me asfixia, aunque no me aprieta.
Me obliga a la retirada. Me duele, aunque no lastima. Me obliga, pero no me exige. Bajo la vista.
El izquierdo pudo permanecer tranquilo porque la reja le dio sombra.
El derecho, ya mirando hacia abajo, se resigna ante tanta naturaleza.
Entro.
Frío.
Oscuro.
En el cuarto los colores son grises. Después de tanta claridad, adentro todo perdió sus colores. Algún día, cuando vuelva a ser valiente, me atreveré a volver a ver al sol de la primavera y sus rayos irreemplazables, absolutos, directos, inmanejables, verdad de la naturaleza. Cómo mis ojos, las esferas transparentes.
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